Luz en el sur

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Imaginen un vestíbulo angosto y a la vez desmesurado, un zaguán de la memoria, con escaleras caracol que no suben ni bajan, sino que giran y giran, suspendidas sobre sí mismas, como en las ilusiones ópticas de Escher, y en el centro un maravilloso laberinto de comas, sí, comas, comas que son la desgraciada libertad y la sórdida prisión que Fidel Maguna, el autor, construyó para encerrar a Juan Facundo, el personaje (¿o tal vez fue Juan Facundo quien encerró a Fidel Maguna?), en un flujo de conciencia en el que todo lo que sucede realmente sucede adentro, en el bajo fondo de lo humano demasiado humano, y para ver lo que ocurre afuera, entre las comas de una Argentina desamparada, sofocada por el calor y por la enloquecida parálisis política, deberán calzarse los zapatos y salir a la calle, ya que el afuera aquí sólo lo encontrarán reflejado en las comas que marcan el mundo interior de Juan Facundo, puntos de sutura que cosen sus cicatrices y marcan el tiempo como un tango que tropieza, generando un ritmo hipnótico hecho de repeticiones, microobsesiones y desplazamientos mínimos, entre una limonada y una partida de ajedrez online, entre una novela y el campeonato de fútbol inglés, cada coma es un acto de resistencia, un respiro robado a la asfixia, un intento de ordenar el caos de una vida en precario equilibrio entre Carver y Homero, y son rendijas, las comas, que dejan entrar la luz oblicua del sur y la rara Luz del amor, la fría luz led de la ciudad, la luz parásita de las pantallas de computadora, la luz del sol, pero también el hedor de cloaca que envenena la ciudad, la Argentina, el mundo, y son microscópicas digresiones existenciales que impiden hundirse en la locura, esa que atrapó al amigo Román, y evitan las pausas demasiado largas, las tambaleantes de los puntos y coma, las expectantes de los dos puntos, las terribles de los puntos finales, apoteosis de la soledad, porque aquí, como en ciertos cuadros de De Chirico —plazas vacías, sombras largas, maniquíes absortos—, el centro del relato nunca es el punto fijo que miramos, sino un desplazamiento lateral, un desvío que nos obliga a mirar fuera de eje, sobre todo hacia el amor —por Luz, por la juventud, por una idea de sí mismo—, el verdadero núcleo de todo, el amor que se desmonta y se observa como un objeto familiar que ya no se reconoce, pero que sigue siendo, quizá, la única manera humana de encontrar un indicio de redención en este mundo oscuro.

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